
Os prometo que vi en los ojos de aquella anciana usurera la mirada vil de Aliona Ivánova, y poco me faltó en tomar un hacha y acabar con ella. Yo entonces, como Raskolnikov, era un joven estudiante sin muchos ingresos, medio perdido en aquella ciudad eslava.
El espíritu de Dostoievski aleteó en aquel piso que tenía alquilado en la calle Smolensk, y me fui para siempre dejando la puerta abierta y la anciana con la mano tendida. Releer esta novela me ha llevado a esos años románticos de estudiante en el Este de Europa, y he recordado a esa miserable anciana que me alquiló la buhardilla.
Era su orgullo lo que sentía cruelmente herido. Raskolnikov estaba enfermo de aquella herida. ¡Oh, cuán feliz habría sido pudiendo acusarse a sí mismo! Entonces lo habría soportado todo, hasta la vergüenza y el deshonor. Pero por muy severamente que se examinara, su conciencia endurecida no encontraba en su pasado ninguna falta espantosa; únicamente se reprochaba el haber “fracasado”, cosa que podía ocurrirle a cualquiera. Lo que le humillaba era el verse estúpidamente perdido sin remedio por una sentencia del ciego destino y tener que someterse y resignarse a lo absurdo de aquella sentencia si quería encontrar alguna tranquilidad.
Fiodor Dostoievski, Crimen y castigo, 1866
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