Poet's Abbey (Blog de lecturas)


Viaje al centro de la Tierra




Uno de mis escritores preferidos de niño era Julio Verne, autor de Dos años de vacacionesVeinte mil leguas de viaje submarino o Miguel Strogoff. Me fascinaban (y aún me fascinan) sus historias de aventuras y de ciencia ficción, pero sobre todo su capacidad de imaginar tantos viajes sin salir de casa. Devoré decenas de sus libros y me convertí en un "lletraferit", como se dice, tan bellamente, en catalán. 

La novela Viaje al centro de la Tierra narra las aventuras del joven alemán Axel y su tío Otto Lidenbrock, profesor de mineralogía. Descubren un pergamino de origen rúnico que amaga un criptograma. Esto les lleva al volcán Sneffels, en Islandia. Y desde allí inician un viaje fantástico al centro de la Tierra.

En lo desconocido encuentran los monstruos.  


No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irra­diación de sus rayos ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es sólo una reflexión sin calor. No. El poder ilumina­dor de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, su brillo superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen pura­mente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano.

La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formado por grandes nubes, vapores movedizos que cambiaban continuamente de forma y que, por efecto de las condensaciones, deberían convertirse en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, en vir­tud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire. Esto no obstante, el tiempo estaba bueno. Las corrientes eléctricas producían sorprendentes juegos de luz sobre las nubes más elevadas: se dibujaban vivas sombras en sus bóvedas infe­riores, y, a menudo, entre dos masas separadas, se deslizabas hasta nosotros un rayo de luz de notable intensidad. Pero nada de aque­llo provenía del sol, puesto que su luz era fría. El efecto era tris­te y soberanamente melancólico. En vez de un cielo tachonado de estrellas, adivinaba por encima de aquellos nubarrones una bóveda de granito que me oprimía con su peso, y todo aquel espacio, por muy grande que fuese, no hubiera bastado para una evolución del menos ambicioso de todos los satélites.


Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra, 1862


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