Albert Camus afirmó que Simone Weil “fue el único gran espíritu de nuestro tiempo”. Provenía de una familia acomodada y desde niña mostró una sensibilidad e inteligencia poco comunes, unidas a una fuerte conciencia social. A los once años renunció al azúcar en solidaridad con los soldados del frente: un gesto que anticipaba la compasión que marcaría su vida.
Estudió Filosofía en París y obtuvo una plaza como profesora. En un debate defendió que lo primero es dar pan al hambriento; Simone de Beauvoir replicó que lo primero es darle sentido. Weil respondió: “¡Cuánto se nota que usted nunca ha pasado hambre!”.
En 1935 decidió trabajar como obrera en la fábrica Renault. Aquella experiencia condicionó su pensamiento y abrió en ella una dimensión espiritual cada vez más intensa. Ese mismo año, en una romería en Portugal, comprendió —como escribió— que el cristianismo era “una religión de esclavos”, y que precisamente ahí residía su fuerza transformadora. Dos años más tarde oró en la iglesia de Santa María de los Ángeles de Asís, y al año siguiente tuvo otra experiencia mística en una abadía francesa. Aun así, nunca se bautizó, para frustración de su amigo y mentor, el padre Perrin: prefería vivir una fe “en exilio”.
Participó como miliciana en la guerra civil española, pero un accidente con aceite hirviendo la obligó a regresar a Francia. En 1942 se exilió primero en Nueva York y luego en Londres. Allí mantuvo la decisión de comer solo lo mismo que un obrero de la resistencia francesa; esa restricción agravó su tuberculosis y murió con 34 años.
Para Weil, la belleza y la aflicción eran las únicas realidades capaces de atravesar el corazón humano. Frente al dolor, la injusticia y la mediocridad, la belleza era —pensaba— la única forma de curación, lo que permite mantener un resplandor en medio de la oscuridad.
Entre 1941 y 1942, mientras vivía en Marsella, Simone Weil redactó La gravedad y la gracia, su obra más decisiva. En plena Segunda Guerra Mundial, en condiciones de exilio y con una salud muy deteriorada, dijo: “solo poseemos aquello a lo que renunciamos”.
La gravedad y la gracia ofrece una entrada esencial a su pensamiento: un pensamiento marcado por la tensión entre la “gravedad” —el peso de la condición humana— y la “gracia”, que irrumpe sin mérito ni esfuerzo y eleva el alma. Esa gracia solo puede recibirse desde el desapego y el vacío interior, donde puede alojarse un Amor que no consuela: ilumina la realidad tal como es, sin endulzar nada.
La ciencia que no nos acerca a Dios no vale nada. Pero si nos acerca mal, es decir, a un Dios imaginario, es peor... (p. 107)
Hay castidad o no en el amor según si el deseo se dirige o no hacia el futuro. (p. 117)
El bien es esencialmente diferente del mal. El mal es múltiple y fragmentario, el bien es uno; el mal es aparente, el bien es misterioso; el mal consiste en acciones, el bien en no-acción, en acción no actuante, etc. (p. 122)
La muerte es lo más precioso que se ha dado al hombre. Es por eso que la impiedad suprema consiste en usarla mal. (p. 139)
Si lo bello es presencia real de Dios en la materia, si el contacto con lo bello es un sacramento en el sentido más pleno de la palabra, ¿por qué hay tantos estetas perversos? (...) Porque, como hay un arte divino, hay también un arte demoníaco. Este es sin duda el que le gustaba a Nerón. Una gran parte de nuestro arte es demoníaco. Un aficionado apasionado con la música puede ser perfectamente perverso, pero me costaría creerlo de alguien sediento de canto gregoriano. (p. 211)
La libertad sin amor sobrenatural, la de 1789, está totalmente vacía, una simple abstracción, sin ninguna posibilidad de ser real. (p. 231)
La monotonía de lo que hay es lo más bello y lo más horroroso. Lo más bello si es un reflejo de la eternidad. Lo más horroroso si es el indicio de una perpetuidad sin cambio. Tiempo superado o tiempo esterilizado. (p. 242)
Simone Weil, La gravedad y la gracia, 1947

Comentarios