Mi amigo José Luis, sacerdote medio romano que me conoce desde hace años, con mucho cariño me regaló este libro rarísimo porque sabía que Javier Cercas y el Papa Francisco no son santos de mi devoción. No se lo dije, pero me daba infinita pereza leer un libro tan extraño y, a priori, tan poco oportuno. La verdad es que no me interesaba demasiado la opinión de otro intelectual ateo sobre el viaje del Santo Padre (el loco de Dios) a Mongolia (el fin del mundo). Pero José Luis, que no es sospechoso de nada, me dijo, sonriendo: "Léetelo, Breo".
Y unos días después, cuando me acabé de echar unas risas con el último libro de Dicker, que, por cierto, también me recomendó él, le hinqué el diente, y debo decir que lo leí de un tirón. Cuando lo acabé, me quedé asombrado, por tantas reflexiones sobre la fe y la razón, la Iglesia y la sociedad, el clericalismo y la misericordia, y por ese final en Palafrugell que no me esperaba.
Para el Papa Francisco, de formación jesuítica y empujado por el discernimiento, "el cristiano que no es un misionero no es un cristiano". De hecho, su primer viaje fue a Lampedusa, cuatro meses después de su elección en el Vaticano, pues en esa isla habían llegado miles de cadáveres de emigrantes muertos en su intento de cruzar el Mediterráneo desde costas africanas. "¿Quién es el responsable de esta sangre?", preguntó en voz alta el Papa para denunciar con dureza la cultura del bienestar que nos hace insensibles, indiferentes, al grito de los demás.
Para Cercas, que había perdido la fe en la edad del pavo al leer San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, la ausencia de Dios es tangible y la angustia existencial es casi insoportable. Después de su aparente seguridad ante un auditorio lleno en una conferencia sobre el racionalismo, se atreve a confesar en el libro: "No había dicho que durante mi infancia católica, yo no había conocido la angustia, y que la había descubierto en el momento en que perdí a Dios. No había dicho que, desde entonces, la angustia me acompaña siempre...".
Después de leer esta obra tan rara, puedo decir ahora que conozco un poco más el pensamiento de Cercas y el corazón de Francisco, y que sin duda ha cambiado la visión que tenía de ambos.
La Iglesia no está hecha para los fuertes, sino para los débiles; porque Dios es el nombre que damos a nuestra debilidad, y solo un hombre débil, un pecador inveterado como Pedro, podía convertirse en su representante legítimo en la Tierra.
Nietzsche, en Ecce Homo, que el cristianismo representa "la negación de la voluntad de vida hecha religión"; en El ocaso de los ídolos, que hay en Dios "una declaración de guerra a la vida"; en El Anticristo, el cristianismo "se ha erigido en defensor de los débiles, bajos y malogrados" y transforma en ideal el "repudio de los instintos de conservación de la vida pletórica".
¿Y si Nietzsche se equivocaba y el cristianismo no es una negación de la vida sino una rebelión contra la muerte y por eso la resurrección de la carne y la vida eterna están en su centro -igual que pedazos ardientes de lava en un cráter activo-, porque representan la afirmación de la vida más allá de la vida, más allá de la muerte? ¿Y si el cristianismo de verdad no es quien cree en la resurrección de la carne y la vida eterna para consolarse de la muerte o por temor a la aniquilación, sino porque rechaza la muerte y se rebela contra la aniquilación y rotundamente se niega a morir y exige vivir más, más tiempo y más a fondo...?
Javier Cercas, El loco de Dios en el fin del mundo, 2025
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