Poet's Abbey (Blog de lecturas)


La montaña mágica






Mi amigo Palinuro, amante de la literatura y de la ópera, chupó su vieja pipa de marino y miró el Mediterráneo. "Deberías leer La montaña mágica. Maldita sea. Todo el mundo debería leerla", me dijo entre bocanadas de humo. Y yo, como no puede ser de otra manera, acepté el desafío de más de mil páginas y me quedé tan fascinado que aún recuerdo el momento en que cayó el ejemplar en mis manos. Me dijo que era un "drama satírico", un reflejo irónico de La muerte en Venecia

Es la segunda vez que leo esta gran obra de Thomas Mann y me ha vuelto a interpelar este fresco de la sociedad europea, la decadente burguesía, de inicios del siglo XX, esta novela filosófica sobre el paso del tiempo y el drama del deseo humano. De hecho, el autor la calificó como "novela del tiempo". 

Hans Castorp es un joven de 23 años, huérfano, criado por su tío cónsul de Hamburgo, que llega a un sanatorio de los Alpes suizos (una "cárcel de la muerte") para visitar a su primo Joachim Ziemssen, que reside ahí por motivos de salud. Pero esa estancia de tres semanas se alarga siete años. El tiempo se estira y se encoge. Las estaciones y los ritos de las fiestas de Navidad, de Carnaval, etcétera, se suceden. Personas diferentes entran y salen, esperan su curación o su muerte. 

En esta bildungsroman (novela de aprendizaje), Hans aprende a vivir en el microcosmos del sanatorio de burgueses de todas partes de Europa. Porque los niños y los jóvenes "observan para admirar y admiran para aprender" (p. 39). Hans escucha con atención los debates filosóficos y políticos del racionalista ilustrado Settembrini (italiano defensor de las repúblicas liberales y el Estado de derecho) y el romántico pesimista Naphta (jesuíta defensor de los sistemas totalitarios). Se enamora de Clavdia Chauchat, una rusa de 28 años, de rasgos tártaros y casada con un alto funcionario ausente. Al final de la novela destaca un nuevo personaje, el neerlandés Mynheer Peeperkorn, el apasionado amante de la rusa que pulveriza los duelos dialécticos de Settembrini y Naphta con su personalidad.

No voy a desvelar el final de esta monumental obra y sus reflexiones sobre la ópera (de Verdi, Debussy o Bizet) o del mundo sobrenatural, ni la última disputa entre Settembrini y Naphta (la libertad de decidir dónde disparar en el duelo a muerte), ni el papel trágico de Hans en la Gran Guerra que estalla en 1914. Sólo puedo cerrar el gran libro y escuchar la voz de Hans en Der Lindenbaum de Franz Schubert, como himno de la muerte romántica.

Antes de acabar, como anécdota, se puede destacar que dos amantes y gigantes intelactuales del siglo XX, Martin Heidegger y Hannah Arendt, solían intercambiar poemas, escuchar música y leer juntos fragmentos de esta gran novela de Thomas Mann. Ambos creían a pies juntillas, como escribió el autor en José y sus hermanos, que el hombre es un "ser enigmático que encierra en sí nuestra existencia, bella por naturaleza, pero miserable y dolorosa más allá de la naturaleza".

En definitiva, esta gran novela sobre el tiempo nos interpela sobre todo porque señala con gran lucidez las consecuencias negativas de la falta de comunicación humana, tan propia de la modernidad. La incapacidad dialógica de Hans Castorp ha pasado a ser hoy un fenómeno de masas. Es evidente el nexo que existe entre el mutismo y los rostros inexpresivos, hoscos, insatisfechos de tantas personas que no saben comunicarse de verdad. 

El hombre moderno, esclavo del tiempo, ha perdido lo que la compañía humana significa, y cree que puede prescindir de ella. El tiempo para la contemplación y el silencio parece de otra época. Hoy hay demasiado ruido exterior e interior. Así como en la Edad Media no se adjudicaba ninguna importancia al tiempo, y todo era más lento, la modernidad lo convierte en un bien en sí ("time is money", como se viene diciendo desde Benjamin Franklin). El primer gran drama del hombre moderno es que ha perdido su tiempo original, su evocación por lo eterno, y se le ha impuesto otro tiempo, que no es el suyo.



Nosotros, los humanistas, tenemos una vena didáctica... Señores míos, el lazo histórico entre el humanismo y la pedagogía explica el lazo psicológico que existe entre ambas. No hay que desposeer a los humanistas de su función de educadores..., no se les puede arrebatar, pues son los únicos depositarios de una tradición: la de la dignidad y belleza humana. (p. 94)

Nadie quiere ir a casa de quien no sirve en su mesa los mejores vinos... 
(p. 284)

Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla. Siempre y en todos los casos se acaba llegando al quod erat demonstrandum (de San Agustín). (p. 575)

La música despierta el tiempo, nos despierta al disfrute más refinado del tiempo... La música despierta... y en este sentido es moral..., ética. El arte es moral en la medida en que despierta. 

Me ha gustado mucho más el baile popular de Cataluña, la sardana, acompañada de la tenora. Yo también lo bailé. Todos se dan la mano y se baila en círculo, en la plaza llena de gente. Es encantador, es humano. (p. 819)

¿Dónde estamos? ¿Qué es eso? ¿Adónde nos ha transportado el sueño? Crepúsculo. Lluvia y barro. Un cielo turbio en ascuas que retumba incesantemente bajo el azote de un truno demoledor. Un silbido hiriente como un chuchillo desgarra el aire cargado de lluvia; aúllan las sirenas como perros del infierno, y su aullido estalla en un estrépito de fogonazos, chasquidos, crujidos, de cristales rotos y metales que chocan, de gritos y gemidos... (p. 1043)

Thomas Mann, La montaña mágica, 1924




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