
He vuelto a viajar, gracias a las hazañas del capitán, a la Europa del siglo XVII, que temblaba al paso de los tercios viejos.
Todavía éramos algo, y aun lo seguimos siendo cierto tiempo, hasta quedar exangües del último soldado y el último maravedí. Holanda nos odiaba, Inglaterra nos temía, el turco se andaba con pies de plomo, la Francia de Richelieu rechinaba los dientes, el santo Padre recibía con mucho tiento a nuestros graves embajadores vestidos de negro, y toda Europa temblaba al paso de los viejos tercios -que aún eran la mejor infantería del mundo-, como si las cajas de sus tambores redoblara el mismo diablo. Y yo, que viví tales años y los que vinieron después, juro vuestras mercedes que en aquel siglo éramos todavía lo que nadie fue jamás. Y cuando por fin se puso el sol que había alumbrado Tenochtitlán, Pavía, San Quintín, Lepanto y Breda, el ocaso se tiñó de rojo con nuestra sangre, pero también con la de nuestros enemigos; como el día, en Rocroi, que dejé en un francés la daga del capitán Alatriste.
Arturo Pérez-Reverte, Limpieza de sangre (segunda entrega de El capitán Alatriste), 1997
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