El escritor británico Douglas Murray hace una crítica demoledora a la corrección política, a los temas polémicos de género, raza e identidad desde una perspectiva conservadora y crítica.
Como aperitivo hay el epígrafe de G.K. Chesterton: "La marca especial del mundo moderno no es que sea escéptico, sino que sea dogmático sin saberlo."
La primera tesis es que las políticas identitarias implican la destrucción del individuo, que es disuelto en la masa, que es parte de una tribu.
Lejos de buscar la verdad en el diálogo con el otro, en el divorcio entre razón y sentimientos, las políticas identitarias necesitan alimentar el monstruo del victimismo, de los "ofendidos".
De hecho, la política de identidad se vive como una religión totalitaria con sus sacerdotes moralistas, sus inquisidores que censuran textos y sus adeptos borreguiles. Debido a la disminución de vínculos comunitarios (religiosos, familiares, etc.) la política se ha convertido en una especie de religión o algo que da sentido a la vida.
Todos necesitamos responder a la pregunta "¿quién soy yo?". Pero ya no nos definimos por nuestros vínculos humanos, sino por las identidades, creencias o ideologías.
Parece que esto lleva a la autodestrucción de Occidente al imponer un discurso contrario al diálogo y al debate intelectual. Corremos el riesgo de no leer ni escuchar jamás ideas que no nos gusten aunque puedan ser verdaderas.
Todo se basa en los dogmas (incuestionables bajo pena de que te etiqueten) de la interseccionalidad, la justicia social y las políticas identitarias, que en definitiva tratan de reducir la complejidad de la sociedad a un sistema de relaciones de poder, que diría Foucault.
El autor inglés recoge el famoso póster de 1911 titulado "Industrial workers of the world" que representa la pirámide del sistema capitalista, con los poderosos arriba y las clases humildes abajo. Y lo transforma en una nueva versión que mantiene el triángulo de opresión del capitalismo, en la que los poderosos no son reyes ni nobles ricos, sino hombres blancos heterosexuales, y los oprimidos no son obreros precarios, sino aquellas personas que no se corresponden con la idea de "patriarcado".
Ciertamente, la intencionalidad es buena (visibilizar a personas invisibles en relatos tradicionales) pero etiqueta a los individuos en grupos sociales y crea una teoría demasiado taxativa y un paradigma peligroso de nosotros-ellos, y además impone un pensamiento único que impide todo diálogo racional.
Propone una curiosa actividad didáctica: buscar en Google "black family" para encontrar imágenes de familias negras felices, y luego buscar "white family" para darse de bruces con imágenes de familias mixtas felices. ¿Por qué esa diferencia?
Para cuestionar este discurso totalizante de las políticas identitarias, el autor pone decenas de ejemplos actuales de cómo los fanáticos de lo políticamente correcto coartan a todo aquel que cuestiona sus dogmas (por ejemplo, el capítulo "Decolonize Evergeen", p. 128, donde se narra el linchamiento casi literal de un profesor crítico que se negó a sumarse a una campaña supuestamente anti-racista).
En definitiva, es un libro muy incómodo para los paladines de lo políticamente correcto, para aquellos que se autodenominan críticos (aunque nunca sean críticos con sus propias creencias) y luchen por una justicia social (que se acomode a su ideología, claro).
...in recent years an insidious current has developed that has chosen to reject Dr King's dream, and insist that content of character is nothing compared to the colour of someone's skin. It has decided that colours skin is everything. (p. 121)
The question becomes about whether what one person or even a lot of people to be true about themselves has to be accepted as true by other people or not. (p. 199)
Douglas Murray, La masa enfurecida, 2019
Comentarios