Sócrates no se derrumbó ante la inminencia de la muerte. Rodeado de sus discípulos, habló sobre la inmortalidad del alma. Se lavó y expulsó a su familia para que no presenciaran la agonía. El guardián que le dio la copa de cicuta se puso a llorar y le pidió que le perdonara. Sócrates bebió el veneno sin inmutarse, caminó para favorecer la circulación de la sangre, se tumbó y se tapó la cara. Poco antes de morir, le pidió a Critón que llevara un gallo al templo de Asclepio, el dios de la medicina. ¿Quiso decir que la muerte era una curación, pues liberaba al alma del cuerpo?
El mal nace de no conocer el bien, según Sócrates. Por tanto, siempre es posible reeducar al malvado, que es alguien profundamente equivocado. Esta teoría del "intelectualismo moral" se puede ver en la película Pena de muerte (Tim Robbins, 1995), en la que la monja Helen Prejean acepta ser la consejera del reo Matthew Poncelet, condenado a morir mediante inyección letal. El intercambio de miradas de ambos en la sala de la muerte refleja una cercanía muy humana, una comunión en el sufrimiento. Matthew acepta el error de su crimen, pero la sociedad le niega la posibilidad de mejorar. La pena de muerte implica un pesimismo atroz. El "intelectualismo moral" no comparte esta percepción. Siempre es posible cambiar. Nunca dejamos de aprender. No somos esclavos de nuestros errores.
El cuerpo es la cárcel del alma. (82e)
Un hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ese no es un filósofo.
Platón, Fedón, 360 aC
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