Recuerdo las clases de Filosofía de Eugenio Trías con infinito cariño. Venía por el fondo del pasillo cabizbajo, pensativo, con su abrigo largo y negro y las manos siempre en los bolsillos. Solo le faltaba la pipa. Al verle de lejos, entrábamos todos y nos sentábamos para recibirle como se recibe a un maestro, en silencio. Llegaba y nos saludaba, tímido, y se ponía a dar una clase magistral sobre los presocráticos o Kant con una pasión y una oratoria únicas, solo interrumpida por preguntas pertinentes de estudiantes avezados. Aquellas dos horas pasaban volando, y ahora que han pasado tantos años puedo decir que tuvieron un impacto en mi manera de enseñar, de pensar, de filosofar, de vivir.
Ahora me ha caído en las manos su ensayo Lo bello y lo siniestro, que se abre con una cita de Rilke: "Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar". Esto es inconcebible en el seno de una estética limitada a la categoría tradicional de belleza (que implicaba armonía y proporción), según el autor, que apunta al análisis de Kant de lo sublime como el giro copernicano de la estética: "la aventura del goce estético más allá del principio formal, mensurado y limitativo al que quedaba restringido en el concepto tradicional de lo bello".
En la Crítica del juicio, Kant pasa el Rubicón de la estética "más allá de la categoría limitativa y formal de lo bello". El sentimiento de lo sublime transformará la naturaleza del "siglo de las luces enamorado secretamente de las sombras".
Desde el Romanticismo, el arte parece iniciar una nueva singladura parecida a la de Conrad en El corazón de las tinieblas, "a un fondo selvático y abismal, de terror y de delicia, en donde se haya escondido el núcleo vital de lo humano", algo que se nos escapa, la matriz misma de lo simbólico, porque intenta designar lo infinito desde lo finito, lo invisible desde lo visible.
Lo estético implica una tensión entre el orden y aquello que lo amenaza. La belleza, para él, no es pura armonía, sino que roza lo inquietante o monstruoso sin rendirse a ello. La Medusa de Caravaggio, Saturno devorando a su hijo de Goya o El grito de Munch ilustran esta estética del límite entre lo bello y lo perturbador.
Trías se opone a las concepciones clásicas de belleza (como la de Platón) y propone una estética trágica donde lo oscuro y lo ambiguo son también fuentes de belleza. Obras como La Isla de los Muertos de Böcklin, acompañada por la música sublime de Rachmaninov, expresan esta fusión de belleza, muerte y misterio.
La belleza es siempre un velo (ordenado) a través del cual debe presentirse el caos.
Lo siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto y secreto, se ha revelado, se ha hecho presente ante nuestros ojos. En poesía, en el arte, debe resplandecer bajo el velo familiar, formal, del orden.
Una de las condiciones estéticas que hacen que una obra sea bella es su capacidad por revelar y a la vez esconder algo siniestro. Algo siniestro que se nos presenta con rostro familiar: de ahí el carácter hogareño e inhóspito, próximo y lejano, que presenta una obra verdaderamente artística. Nos comunica algo evidente: algo que está a la vista y a mano. Pero a la vez nos revela lo evidente y nos vela el misterio, lo sugiere también, lo muestra ambiguamente. El arte es un velo.
Solo el arte es capaz de producir consuelo en un mundo sin religión; mejor consielo, en efecto, que cualquier religión; el arte es liturgia religiosa ilustrada, síntesis de razón y religión; trasciende la inmanencia en su interrogación sensible acerca del misterio e ilumina de modo elíptico esa trascendencia con ideas estéticas que en la obra se encarnan sin el concurso de conceptos [...]. El arte conduce a la verdad, no a la realidad; y confronta esa verdad con la realidad.
El cine es hijo de la ópera: realiza el ideal de "obra de arte total" a la que la ópera aspiraba.
Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro, 1982
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